Comentario
Por los años treinta del siglo VII, grupos de árabes merodeaban las fronteras del Irán sasánida. Con el mensaje de Mahoma y la dirección del califa Omar actuaban con una rabia y un entusiasmo del que los persas, ahítos de guerras y divididos entre sí, estaban faltos. Dice la leyenda que Rustam, hombre de confianza de Yazdgird III y general de ejército del centro, enérgico y leal, comprendía con claridad la naturaleza del peligro que se cernía sobre la corona sasánida. Decidido a erradicarlo para siempre, reunió un gran ejército y el año 636, encontró a los árabes en Qádisiya, no lejos de Hira. Como recuerda A. Christensen, el combate duró tres días y Rustam en persona, ante quien se erguía el estandarte del imperio murió luchando. Aquella bandera legendaria, que siempre dio la victoria a los sasánidas sería troceada por el califa y repartida entre los musulmanes. Si un símbolo sagrado de Irán acabó así, su arte alcanzaría mejor suerte. Porque como maravillosa levadura, impregnaría la vida de una nueva época: la del Islam.